Cada vez que tocamos nuestro smartphone se activa alguno de los 20 sensores con los que actualmente están dotados los teléfonos inteligentes: de luz ambiental, de proximidad, de sonido, de posición, de señal Wi-Fi, de reconocimiento de gestos o de posición NFC. En la gran mayoría de los casos lo hacemos para compartir con nuestro círculo de influencia directo o indirecto datos sobre nosotros mismos: qué hacemos, qué pensamos o qué sentimos.
Este es el punto de partida de la muestra Big Bang Data que hasta el 24 de mayo se puede visitar en el Espacio Fundación Telefónica de Madrid. Se trata de un proyecto que explora el fenómeno de la generación masiva de datos y sus posibilidades de análisis y explotación, recorriendo diferentes espacios y materiales que provocan la reflexión del visitante.
El modelo actual de interacción con el mundo supone un gran cambio respecto a hace apenas 10 años, cuando la mayoría de los datos producidos tenían su origen en procesos científicos, industriales o administrativos. La explosión de las redes sociales y la democratización en el acceso a la tecnología y a Internet, unido a la concentración de la población en grandes núcleos urbanos en detrimento de los rurales, ha provocado un fenómeno sin precedentes, que es la acumulación exponencial de terabytes de datos provenientes de la vida y actividad cotidiana de millones de personas.
Cada una de esas acciones -ya sea buscando en Google, comprando en Internet, realizando un curso online o tuiteando- deja una huella, un dato indeleble que es susceptible de ser almacenado, correlacionado y explotado por parte de las instituciones que las atesoran, con el objetivo de determinar nuestras preferencias como colectivos en el momento de escoger un determinado producto o servicio, es decir, con un fin claramente comercial. Estas técnicas de sentiment analitycs o análisis de sentimientos llevan a hablar de la customer experience a través de la omnicanalidad, una de las mayores preocupaciones de las empresas en la actualidad, que intentan adelantarse a las intenciones de compra del consumidor no solo analizando qué les interesa, sino cómo generar el deseo de compra antes incluso de que exista el producto o servicio.
La obsesión por «la cuantificación del yo» se inserta en el ADN del ciudadano de comienzos del siglo XXI, y se materializa en una miriada de APPs, gadgets y wearables. De forma voluntaria, proporcionamos las métricas de nuestra actividad diaria (tanto física como espiritual) a empresas que nos prometen ayudarnos a conocernos más en profundidad y, por tanto, a mejorar a nivel personal o profesional. Un ejemplo es el de los dispositivos de autocuantificación como la pulsera Flex, que monitoriza los pasos, las distancias recorridas y las calorías quemadas, complementable con otros como el HAPIfork, un tenedor electrónico que monitoriza los hábitos alimenticios y avisa cuando el individuo come demasiado deprisa con el objetivo de prever problemas de digestión y sobrepeso. La gamificación aplicada al deporte y a la salud irrumpe en este contexto con paso fuerte.
La delegación del autoconocimiento y la gestión de las relaciones a «Internet y las redes sociales» –dos de las dimensiones básicas de la inteligencia emocional- tiene interesantes lecturas filosóficas y sociológicas, entre otras. En su obra «El cerebro y la inteligencia emocional: nuevos descubrimientos» (2011), David Goleman afirmaba que «la naturaleza concibió el cerebro social para la interacción cara a cara, no para el mundo virtual.» ¿Cómo se conjuga esto con la predisposición a convertirse en datos de las personas tecnosocialmente dependientes? A menudo se habla de las generaciones millenials y AOL como más proclives a esta falta de «pudor» por compartir su actividad en las redes sociales, pero este fenómeno no es exclusivo de una determinada franja de edad. Un ejemplo es el de la intervención artística Face to Facebook de 2011, un experimento que mostró la débil barrera entre lo público y lo privado cuando los artistas Paolo Cirio y Alessandro Ludovico tomaron más de un millón de fotos de personas de Facebook y crearon una página de contactos ficticia con ellos. Y otro ejemplo de reciente actualidad es el de Koppie Koppie, una empresa que vende tazas con fotos de niños cogidas de la red para provocar la reflexión sobre la privacidad real de nuestra información.
Conocer el patrón que subyace bajo las masas ingentes de datos será sin duda una gran ayuda para prever enfermedades o crímenes o para anticipar el impacto del clima en determinadas zonas. Conocer qué nos gusta o preferimos ayudará a que el mercado genere ofertas de valor significativamente interesantes para cada grupo de consumidores. La digitalización del yo y de lo que nos rodea (cultura, arte, ciencia) es posible, quedando abierto el debate hacia los posibles riesgos, explotaciones y usos constructivos de nuestras personalidades digitales.
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